miércoles, 17 de marzo de 2010

EL PRECIPICIO AZUL



Como los increíbles trucos de ilusionismo que Juancito nos mostrara – la galera amarilla de la que extraía no la paloma inevitable o el tradicional conejo asustado sino una jirafa diminuta, a la que alimentábamos con hojas arrancadas a los árboles de la plaza Irlanda; la caja roja en cuyo fondo húmedo como de agua el observador descubría entre temeroso y maravillado escenas de su propia infancia - como las piruetas prodigiosas que podía hacer - la más célebre era la vertical con una sola mano – como el origen absolutamente incierto de su sabiduría, tanto como todo esto siempre nos había impresionado la capacidad de nuestro amigo para asomarse a cualquier altura sin siquiera inmutarse.
En la terraza de Miguel, un edificio de once pisos, parado sobre una baranda que no llegaría a tener diez centímetros de ancho; en la casa de mi abuela, hamacándose sobre el helado balcón de hierro del piso quinto de un viejo edificio de Almagro con altísimos techos cargados de molduras florales; en cualquiera de las dos torres de la Iglesia de los Buenos Aires, después de trepar por el angosto campanario poblado por palomas y suciedad, colgándose hacia fuera por las estrechas ventanas ojivales, Juancito miraba hacia abajo, respiraba hondo, disfrutaba tranquilo la brisa, mientras nosotros, cerca suyo, nos aferrábamos aterrados a la solidez que nos transmitía el piso, como si el suelo fuese un amuleto que nos protegiera de la posibilidad – por cierto absurda - de que una ráfaga de viento nos arrastrase al vacío.
Una vez que pasaba un rato mirando hacia abajo, Juancito se daba vuelta y observándonos, se reía a carcajadas de nuestros miedos, de nuestras ridículas caras de espanto, de nuestras posturas incómodas, antinaturales. Para él era simple: ¿cómo podían producirle vértigo treinta modestos metros de altura, cuando sobre él - sobre todos nosotros, como nos recordaba - se encontraba el más espantoso abismo concebible, un pozo interminable sin bordes a los que aferrarse, el infinito manchado de estrellas que llamamos cielo? “Todos estamos colgados de un cascote cabeza abajo, girando a toda velocidad en medio del espacio”, argumentaba, “¡Cómo voy a tener miedo de mirar hacia abajo si es el único punto que puede transmitir alguna sensación de firmeza, de estabilidad!” Pese a que no podíamos no admitir la veracidad del argumento de nuestro amigo, a todos nos resultaba imposible compartir su pasión por asomarse a cualquier lugar que le permitiera juguetear con el vacío.
Una tarde el dueño de un teatro vio cómo Juancito hacía equilibrio sobre la copa de un pino, en el parque Centenario. Decidido a realizar algún espectáculo explotando aquellas habilidades acrobáticas utilizó todos los argumentos posibles para entusiasmar a nuestro amigo y al final lo convenció, prometiéndole un viaje a no sé qué ciudad del norte de la India o de Pakistán, que Juancito quería visitar, porque en ella vivía un gurú de nombre imposible de escribir, del que quería tomar lecciones .
La idea del dueño del teatro era que Juancito trepara a la punta del obelisco e hiciera la vertical apoyado en una sola mano. El evento, aprovechando los contactos del dueño del teatro, se promocionó intensamente: radio, televisión, afiches que mostraban a Juancito realizando acrobacias en la punta de una montaña que si uno miraba bien en realidad era el obelisco. En la intimidad, Juancito no estaba del todo seguro: “no tengo problema en treparme a una torre de diez mil metros de altura, pero el hecho de hacer la vertical…” Nuestras recomendaciones de que desechara pirueta tan ridícula y peligrosa cayeron en saco roto. Nada como un desafío para terminar de convencerlo.
Finalmente llegó el día, una mañana de otoño soleada y bulliciosa como una feria medieval. La multitud exultaba, las cámaras eran casi tantas como los testigos. La euforia y el escepticismo se disputaban el ánimo de la concurrencia. A las once en punto del mediodía Juancito se asomó a la ventanita del obelisco. El silencio que se produjo entonces creo que sólo podría ser comparable al que se generará el día del Juicio Final, cuando algún ángel empiece a leer la lista de los condenados.
Por medio de una soga especialmente preparada nuestro amigo trepó hasta la punta del obelisco. Una vez arriba, adoptó sin problemas la incómoda posición pactada, y sospecho que se concentró tanto en esta noción de que no tenemos por qué temer al vacío, se abrazó con tanta desesperación a la idea de que el cielo es un abismo infinitamente más vasto que cualquier otro y sin embargo no nos produce impresión ninguna, que se cayó en el acto, pero hacia arriba. Supongo que todavía debe seguir cayendo (o volando) por galaxias y nebulosas remotas, frunciendo el ceño y gruñéndose a sí mismo, aborreciendo su propia sabiduría, harto ya de tener tanta razón.